Cuando redactamos la primera, allá por 1812, supuso un avance impresionante. Y digo redactamos, en primera persona, porque es un acervo del que sentirse orgullosos, como si hubiésemos estado allí.
De repente, a la voluntad o el simple capricho de un rey «por gracia divina» le contestaban palabras como Nación, ciudadanos, electores y derechos.
De la misma manera, la Constitución de 1978 nació con un propósito: nunca más sujetos, no ya a la voluntad o simple capricho de un rey, sino a cualquier tiranuelo.
Conviene tener muy claro, por tanto, qué es la Constitución. Y también qué no es.
Su raíz, principio y origen es la soberanía del pueblo español, del que emanan, como señala el artículo segundo, los poderes del Estado.
Es decir, muchos millones de conciencias, voluntades, formas de pensar y sentir, que compartimos nuestras vidas en sociedad.
La Constitución es un acuerdo. Obliga a renuncias particulares para obtener a cambio un bien común que no aparte a nadie.
Ni siquiera a quienes quisieran apartarse por sí mismos, por no aceptar otra cosa que su propia e «iluminada» visión del mundo. Incluso a ellos la Constitución los protege.
Por otro lado, la Constitución no es una panacea. La desigualdad, la injusticia, la violencia —la lista sería larguísima—, no se resuelven solo con un libro en la mano. Hay que remangarse con pico y pala.
¿Nos hace entonces la Constitución más fuertes? ¿Seguiremos celebrándola? ¿Defenderemos con fe sus valores? ¿Merecen de verdad la pena sus objetivos?
Garantizar la convivencia democrática dentro de la Constitución y de las leyes conforme a un orden económico y social justo.
Consolidar un Estado de Derecho que asegure el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular.
Proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones.
Promover el progreso de la cultura y de la economía para asegurar a todos una digna calidad de vida.
Establecer una sociedad democrática avanzada, y
Colaborar en el fortalecimiento de unas relaciones pacíficas y de eficaz cooperación entre todos los pueblos de la Tierra.
Sí, definitivamente la merecen.
¡Viva la Constitución Española!