Voy arrastrando el petate por la rada de Cherburgo. Busco un bergantín para enrolarme.
¿Cómo se me ha ocurrido tal cosa? Ya sabéis, la llama de lo salvaje arde en las venas: vientos salutíferos, crujir de cuadernas, calavera y tibias en el pabellón... Bueno, también por echarles un vistazo a las islas del Canal, que están libres de impuestos.
El capitán del Zephyr, que supervisa el baldeo de cubierta, me ve llegar resoplando. Con su ojo parcheado evalúa mi potencial para izar a pulso la mayor y, a pesar de que lo ve muy negro, empieza a cantar: «Quince hombres sobre el cofre del muerto, jo, jo, jo, la botella de ron...».
La llama arde ahora con más fuerza. Mis piernas se detienen. He de cumplir con mi destino de viajero.
Por supuesto, me aseguro de algunos puntos esenciales: tendré un coy caliente en el sollado, turno de lavado de platos apenas una vez a la semana y patente de corso en las islas, que sí, que vamos a desembarcar en ellas. Pongo entonces la marca en el registro y ¡a bordo! ¡Aventuras, aventuras!
Mis compañeros de tripulación se dividen entre bucaneros frisones y filibusteras alemanas. También hay una pareja de piratillas franceses, pero no se dejan ver demasiado. Se meten en su minúsculo camarote y se dedicarán a estudiar latitudes, o a contar piezas de a ocho, o qué sé yo.
Comienzan las singladuras por el Mar del Norte: Sark, Jersey, Saint-Servant, Saint-Malo, con el espíritu de Surcouf observándonos desde las almenas… Guernsey, Alderney...
Cierto, mi habilidad con las velas resulta limitada. Eso de manejar los foques y el trinquete… ¡Por vida de, cómo pesan!
De manera que me encomiendan ocuparme de un par de cabos, una vez aclarado que los nudos para sujetar el aparejo no se hacen como el lazo de las corbatas. Qué quisquillosos.
Ah, los amaneceres en calas de tonos esmeraldas, el sol acariciando el combés, las zambullidas bajo la quilla, la campana que avisa del rancho, la roda cortando alegre las olas, tensas las jarcias, delfines deslizándose junto a las amuras...
¡Ah, el pedazo de tempestad atlántica que nos pilla atravesados y me hace jurar que nunca volveré a pisar otro cascarón con menos tonelaje que el Queen Mary!
El cielo aúlla, el salitre cubre los labios, la espuma nos ciega. Nos ponemos los salvavidas y nos agrupamos en la toldilla, bien amarrados. El estómago baila una animada giga con el píloro de tamboril.
¿Pero qué aventuras ni qué…? ¿Pero quién me manda…?
Como colofón, tras una noche de averno fondeamos de nuevo, salto a tierra firme y me aferro con uñas y dientes a la primera farola. ¡Qué bonita, mua, mua!
Queda confirmado que soy un marinero de agua dulce y me vuelvo definitivamente a mis zapatos, es decir…
Jo, jo, jo, la botella de ron.
2 comentarios:
Hola, este blog es genial, me pasaré más a menudo vale? y genial entrada muy bien trabajada, te felicito
besos
es que escribes muy bien y con gran sentido del humor chaval. Un beso navegante
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