Entro en la peluquería. Sé que intentarán vaciarme la faltriquera, que cuando les diga que vengo a cortarme el pelo, insistirán en que necesito una mascarilla nutritiva, un caro champú con extractos de frutas para aumentar el brillo o, en el colmo de la desfachatez, una sesión paralela de manicura.
O sea, como si yo fuese un petimetre a la moda de París en lugar de un tipo curtido, no sé, al estilo del Tempranillo o de Curro Jiménez.
De manera que me mantengo alerta, sintiendo a través de la tela el peso de mis ducados. O el tacto de la tarjeta de crédito, lo mismo da. Especialmente cuando comienzan con el flequillo, lo que me obliga a cerrar los ojos.
Buenas tardes.
Alguien se acomoda en el sillón de al lado y respondo a su saludo sin parar mientes en quién puede ser. Estaré cegado aún unos segundos. Aunque... esa voz...
De repente me entra una sensación como si toda la riqueza que llevo encima fuera a volatilizarse, igual que si viajara en diligencia por Sierra Morena y la misma voz diera un alto imperioso al cochero. Inquieto, arriesgándome a un trasquilón por girar la cabeza, compruebo la identidad del vecino.
Mis piernas flaquean: estoy perdido, no tengo posibilidad de escapar. Él también me mira brevemente, mientras comienzan a extenderle espuma para un afeitado a navaja, tal como corresponde a su reputación. He de resignarme a desprenderme de cualquier cosa que me exija: oro, reloj, anillos...
Como para llevarle la contraria a Curro Jiménez. Anda que no sabía yo de pequeño de qué manera se las gastaba por la tele el rey de los bandoleros. Ahora está algo más envejecido, pero si se enfada y llama al Estudiante, al Algarrobo y al Gitano...