Valoración: ✮✮✮✩✩
Comentario personal: Con buenas intenciones, aunque le falta ritmo.
Música: Quiet City, de Aaron Copland ♪♪♪
El libro al que hacemos hoy los honores es El buen alcalde, de Andrew Nicoll.
En la pequeña ciudad de Dot, perdida en algún lugar de largos inviernos, hace años que Tibo Krovic es la primera autoridad municipal. Todos le conocen por su sobrenombre: el buen alcalde Krovic.
Bajo el reloj de la catedral que da perezosamente las horas, la vida transcurre plácida para los dotianos.
Bueno, no tan plácida. Hektor, un artista bohemio y macarra, es asiduo visitante de los juzgados, donde le defiende el obeso abogado Yemko Guillaume. Y su primo Stopak pasa más tiempo en la taberna de Las Tres Coronas que en su trabajo como empapelador.
De manera que la señora Stopak, Agathe, se siente dejada de lado por mucho que se compre lencería fina o cocine sugerentes platos.
¿Y el propio alcalde? También sufre un problemilla propio: está secreta y perdidamente enamorado de Agathe, que trabaja con él como secretaria en el ayuntamiento.
Ah, no nos olvidemos de otro personaje importante: la anciana Mamma Cesare, dueña del café El Ángel Dorado y descendiente, según se ufana, de un largo linaje de hechiceras. Ni de una troupe de fantasmas circenses que tendrá su papel en el desenlace.
Ni tampoco de santa Walpurnia, la patrona de Dot, una virgen barbuda que resulta ser la narradora de la historia.
No mucha gente encuentra un motivo para navegar rumbo norte hacia el Báltico, y menos aún hasta las aguas poco profundas del mar donde desemboca el río Ampersand. Además, son tan pocas las islas que puntúan la costa, algunas de las cuales aparecen solo cuando baja la marea e incluso las hay que se unen con sus vecinas con la veleidad de un Gobierno italiano, que los cartógrafos de estas latitudes habían abandonado hace tiempo cualquier intento de trazar un mapa del lugar.
Resulta paradójico que el pilar de la novela, el intento de transmitir vibraciones positivas, se convierta al mismo tiempo en su punto más débil, a mi modo de ver. La razón es el moroso ritmo en espiral elegido por Nicoll para que el lector se sienta cómplice de los dos protagonistas.
Así, vamos por la página 123 cuando Tibo se arma de valor para invitar a comer a Agathe. En la 171 se encuentran un sábado «por casualidad». Por la 200 o así, ya tenemos claro que también ella se ha enamorado, pero ninguno se decide a dar el primer paso.
Al llegar a la 216, Agathe muestra su malhumor por que el alcalde aún no la haya desnudado con frenesí. Entonces entra otra vez en escena Hektor y todo cambia de rumbo. Vaya, empiezan a pasar cosas. Sólo que estamos a mitad del relato.
Otro posible aspecto a discutir sería que ese nuevo rumbo deriva en una extraña mezcla de géneros, coronada por un pasmoso final.
Pero, pelillos a la mar: seamos indulgentes con las inconsistencias y dejémosla como una obra de tono agradable, con buenas intenciones, que se deja recorrer sin problemas.
Hala, a sufrir con esos corazones rotos, yo me voy al equivalente a Las Tres Coronas de mi barrio.