lunes, 30 de agosto de 2010

Historias de la Cochinchina

Estas costumbres que voy a relatar me las contó un cubano que vivía en Saigón, de padre gallego y madre mezcla entre chino y africana.

Resulta que uno nace por estas latitudes y al llegar a cierta edad se da cuenta de que le gustaría encontrar una pareja y quererse los dos mucho, mucho. Vaya manera de copiar a los de otras latitudes... Solución: se va a la cafetería.

Allí, ¿qué se encuentra? Aparte de café, claro. A un lado del local, todas las chicas. Al otro, todos los chicos. En tierra de nadie, el intermediario, en ciertas culturas denominado camarero.

Supongamos que es un chico (ah, y además heterosexual, cuidadín con equivocarse porque las alternativas están fatal vistas). Se sienta, pide la consumición reglamentaria y despliega el radar óptico de búsqueda. Empieza a funcionar: bip, bip, bip...

Bipbipbipbipbiiiiiiiiiiip. Alerta de cercanía. Un objetivo se fija en la pantalla. ¿Que qué tiene de especial, dices? ¿Que se parece a todas las que están a su alrededor? ¿Cómo puedes no darte cuenta de que es única?

Las chicas siguen a lo suyo. O quizá estén a varias cosas a la vez, haciendo barridos con su propio radar. Cuando otro las ilumina, ocurre como en las películas de aviones, que saltan luces de aviso.

Ella no tarda demasiado en identificarle, recordemos que la mirada de él está fija cual besugo en papillote. Pero se guarda mucho de darse por aludida. En sucesivos y espaciados movimientos le regalará uno, dos, hasta llegar a tres segundos como máximo de contacto visual. Y eso, si realmente le gusta.

Tres segundos significan OK. El chico hace una seña al camarero. ¿Ves a aquella monada de allí? No, no, más a la derecha. No, no, ahora a la izquierda. Esa es, exacto. Pregúntale de mi parte cuál es su número de teléfono.

El camarero cumple eficazmente con su labor. Hola, ¿ves a aquel mozo de allí? No, no, más a la derecha, etc. (como si no supiera ella quién es). Que dice que si le das tu número.

Mostrando escaso entusiasmo, arrugando la nariz, bostezando claramente para demostrar que lo hace por lástima, estando el mundo lleno de pretendientes detrás de su palmito, la joven apunta la preciada información.

La cosa va rodada, ahora empieza la fase dos: los mensajes de texto. Tacatá, tacatá, tacatá, enviar. Mira, que soy de buena familia, mis intenciones son honorables, me gustaría tener tres o cuatro hijos... Le cuenta hasta el número del carné de identidad.

Y hala, tras un intercambio de horas, ya tenemos idilio. Si él ha jugado bien sus cartas, quedarán en encontrarse el próximo domingo. Dos opciones: el cine o pasear por el parque. Pero cuidado: en cualquiera de ellas, que ni se les ocurra, NI SE LES OCURRA hacer manitas. Que corra el aire.

Huy, relaciones prematrimoniales en la República Socialista de Vietnam. Si te pillan, la has hecho buena. Ostracismo puro y duro, nadie volverá a dirigirte la palabra, y eso en el mejor de los casos. Aquí, o pasas por el juzgado, o de lo otro ni hablar.

Y si a la pareja le sale una vena de locura, claramente antipatriótica y hasta antirrevolucionaria... ¿Adónde podrían ir? En un hotel del Estado lo primero es enseñar el libro de familia, que el Estado no es tonto y el colega de la recepción tampoco.

Prosigamos. Hace meses que se citan para sus paseos, y en lo que a ellos respecta han llegado a un acuerdo de futuro. Ya es tiempo de que ella les presente al chico a sus padres.

¿A papá le gusta? ¿No es un vago? ¿No bebe? ¿No fuma? ¿Tiene empleo? ¿Y moto propia? Bueno, podría ser, podría ser. Le doy permiso para continuar el cortejo, joven. ¿Que no acaba de entrarle bien del todo? Mala suerte, habría que volver a la casilla de salida. A seguir buscando.

Como moraleja de esta historia, sólo te digo: si alguna vez tienes la sensación de que ligar cada vez se está haciendo más difícil, piensa en una tierra del lejano oriente... y tiembla.


Chica vietnamita.

martes, 24 de agosto de 2010

Angkor Wat

Angkor Wat reflejada en el estanque.

He cruzado el puente sobre la laguna, protegido por serpientes de siete cabezas. He franqueado la puerta de la muralla. El sudor que desciende por mi frente me obliga a entrecerrar los ojos y, sin embargo, necesito mantenerlos abiertos, muy abiertos.

Paso el dorso de la mano por la piel humedecida y sigo adelante. Porque está ahí, aguardándome, llenando a cada paso mi asombrada pupila.

Cada torre se alza como un milagro. Tallados en las galerías, miles de relieves relatan escenas más propias de dioses que de seres humanos.

En el Ramayana, Rama con su arco, secundado por Hanuman al frente del ejército de los monos, se opone a las huestes del demonio Ravana, que ha raptado a su esposa, la princesa Sita.

Mas allá, en la epopeya del Mahabharata, chocan los dos reinos de los Pandavas y los Kauravas, cuyas tropas avanzan desde direcciones opuestas.

Asciendo al siguiente nivel. Paseo por los patios, al pie de las elevaciones con forma de loto, una en cada esquina, rindiendo homenaje a su hermana principal en el centro.

Al principio era la morada de Vishnu, solo soberanos y altos sacerdotes tenían derecho a hollarla. Más tarde se cincelaron imágenes de Buda. Quiero verlas más de cerca, subo nuevamente por los empinados escalones y alcanzo la cima.

El olor a incienso es signo de que el templo se encuentra aún activo. Desde allí, en cualquier dirección, lo rodea el mar vegetal que lo ocultó durante centurias.

Son incontables los restos, algunos restaurados por los arqueólogos, otros preservados en el mismo estado en que se hallaron, con raíces y troncos de árboles que abrazan sus muros. Simbólicamente, sobre las mismas losas que piso nace un arbusto en flor.

Y deseo darle gracias a la vida por haber tenido la oportunidad de llegar a este lugar. Y en el momento de abandonarlo vuelvo de continuo la cabeza, como si al segundo siguiente el sol fuera a llevárselo en su carrera por alcanzar los límites del horizonte.

Es entonces cuando susurro su nombre, suavemente: Angkor Wat…