miércoles, 25 de marzo de 2009

El Kama Sutra de la oficina

Clave de lectura: Aplicaciones laborales de la literatura india clásica.
Valoración: Hay tanto que podemos aprender sobre el tema... ✮✮✮✩✩
Música: Fever, de Eva Cassidy ♪♪♪
Portada del libro El Kama Sutra de la oficina, de Julianne Balmain.

Me pregunta una compañera de trabajo si estoy enfadado. Con extrañeza, levanto la mirada del monitor. ¿Es que acaso se me ve mustio, ojeroso, falto de vitamina D?

¡Ah, no, no puede ser! ¡Pero si ya es primavera! ¡Esto tiene que bullir con la llamada de la vida, con el grito de la jungla, con las flores abriéndose exuberantes, preludio de jugosos frutos, con los perfumes de la naturaleza inundando las pituitarias...!

Mientras tanto, se me ocurre echar mano de una referencia literaria: el Kama Sutra de la oficina, de Julianne Balmain.

¿Qué pasa? ¿Es que nadie conoce las inmensas posibilidades de la fotocopiadora o el ascensor?

¿Y qué decir del ratón, ese invento multiusos, o los sujetapapeles en el lóbulo de la oreja?

¿Y la danza de las mil notas adhesivas?

Tampoco es que llegue a desternillante, pero en fin, es bastante simpático el librillo este.

Sobre todo, nos debería servir como cura de humildad, para recordarnos que nuestras habilidades siempre pueden mejorar en un campo tan fundamental y conviene aprender algo nuevo cada día.

Venga, no os quedéis ahí como pasmarotes, que la primavera fluya también por vuestras venas.


viernes, 20 de marzo de 2009

Cosas que me contó mi padre

Era todavía un crío cuando me mandaron a trabajar al castillo. Decían que había pertenecido a don Álvaro de Luna, y aunque ya no conservaba las murallas, todavía era impresionante por dentro. Y no veas la de gente que trabajaba en las fincas del conde. El conde viejo, quiero decir. Cuando construyeron la aldea para que fueran a vivir, el marqués, que era uno de los hijos, les hizo firmar a todos un nuevo contrato de arrendamiento, como si acabaran de llegar. Supongo que sería por algo de los derechos. A los que no quisieron, los echó de las tierras. Muchos venían de familias con más de tres generaciones en el lugar.

No es que fuera malo el marqués, sólo que a veces tenía sus cosas. Imagínate que se había comprado útiles de barbero, y se divertía cortándonos el pelo. Nos pagaba diez pesetas y nos metía las tijeras por la melena. Claro, los resultados eran un desastre, todos llenos de trasquilones. Pero después íbamos a uno que sí sabía y nos cobraba una peseta por arreglarlo, de forma que salíamos ganando nueve. Y en aquella época eran un capital, no te rías.

El conde viejo también tenía unos prontos algo raros con el dinero. Una vez estábamos de caza y salieron dos chochas. ¿Que qué es eso? Pues así les decíamos, no sé cómo se llamarán de otra forma. Unas aves rarísimas de encontrar, podías estarte meses pateando el monte y ni una. ¡Vaya, cómo se puso el conde de contento cuando cobró las dos piezas de una tacada! Le dio al capataz quinientas pesetas y le dijo que fuera al pueblo a comprarnos ropa nueva a los chavales, pantalones, jerséis y botas. ¡Quinientas pesetas! Nadie había visto esa cantidad antes.

En otra ocasión había llovido tanto que se desbordó el río, y los torrentes cortaron el paso al castillo. Yo tenía que presentarme temprano, porque me esperaban como monaguillo. Pero el agua llevaba una fuerza enorme, así que no me quedó mas remedio que esperar en la otra orilla. Cuando por fin lo conseguí, el conde debía de andar de mal humor, y nada más entrar me arreó un bofetón. Al día siguiente ya se había calmado, yo estaba fuera y me mandaron aviso de que quería verme. Pedí permiso en la puerta con cuidado. El conde se dirigió hacia mí y, de repente, me abrazó muy compungido, pidiéndome perdón. Y me dio cinco duros para que se me pasara el disgusto. Si las diez pesetas del marqués eran dinero, veinticinco eran una pequeña fortuna.

Sí, sí, la caza era su pasión, hasta criaba zorros. Igual que los ingleses: los capturaba de cachorros y nos mandaba cuidarlos, encerrados en una zorrera. Cuando crecían, los soltaba y los perseguía con los caballos y los perros. Pues no sé de qué manera, pero una noche se escaparon todos y la bronca que nos sacudieron fue de campeonato. Si hubiera llegado a sospechar que alguien lo había hecho aposta, no nos salva ni el cura. Ahora, que a lo que tenía especial aprecio era a los faisanes. Conejos y lebratos, podíamos coger los que quisiéramos, pero los faisanes eran sagrados. Había un hombre que trabajaba allí, y también todas sus hijas, y montó una vez una trampa para liebres con tan mala fortuna que lo que cayó fue un faisán. Uno de los guardas se quedó esperando a que apareciera el culpable para recoger la presa. Ya puedes imaginarte que lo despidieron, y hasta salió bien librado solo con eso.

Ja, ja, ja, el conde tenía una caseta en el campo donde guardaba provisiones por si le entraba apetito. Un montón de conservas. Y no quería que nadie conociera el escondite, para que no le desaparecieran. Pero yo sí lo sabía, y alguna vez sacaba a hurtadillas botes de perdiz en escabeche, que estaban de rechupete. Es que en casa sólo había garbanzos para comer. Y que no faltaran. Poníamos la perola encima de la mesa y cada uno metía la cuchara, que éramos muchos. Mira, esa era una manía más de los del castillo. Si tenía la suerte de acompañar en las batidas al conde joven, nos daban bocadillos de filete o de tortilla a los dos. Entonces él me mandaba ir y cambiárselos a una señora por garbanzos, que le gustaban a rabiar. Yo le contestaba que bueno, que con el suyo hiciera lo que quisiese, pero que mi bocadillo no me lo quitaba ni María santísima.

Este conde joven era peor que los otros. Peligroso de verdad. ¿Sabes que tenía un revólver? Su manera de entretenerse era meter una bala en el tambor, darle vueltas y, a quien se cruzara, ponerle el cañón en la cabeza y apretar el gatillo. Te has quedado mudo. Yo tenía unos trece años ya por entonces, y estaba cavando un hoyo con una pala. De repente vino por detrás con la pistola y... clic. Me di la vuelta y le miré, sorprendido. Estaba sonriendo, burlonamente. Fue instintivo, alcé la pala para defenderme. Pero otro muchacho que estaba a mi lado se interpuso gritando: «¡Al conde no, al conde no!». Y se llevó él el palazo, por tonto, mientras el otro se alejaba a carcajadas...



domingo, 1 de marzo de 2009

El ejército iluminado

Clave de lectura: ¡Que viva México! ¡Al Álamo!
Valoración: Muy bueno ✮✮✮✮✮
Música: El Álamo, de Dimitri Tiomkin ♪♪♪
Portada del libro El ejército iluminado, de David Toscana.

En esta ocasión nos acompaña El ejército iluminado, del escritor David Toscana.

El profesor Matus inflama con sus lecciones de historia las ansias de reunificación entre la patria y Texas, territorio arrebatado al México glorioso. Ese exceso de celo, que le costará el puesto en la escuela ante las quejas de algunos padres sin dignidad, viene motivado por su experiencia personal con los vecinos del norte.

Cuarenta y cuatro años antes, durante los Juegos Olímpicos de 1924, Matus se había propuesto emular a los atletas que disputaban en Europa la maratón. Haciendo caso omiso de las burlas de quienes se cruzaban con él trotando en calzón corto, recorrió la misma distancia y a la misma hora que el resto de participantes, pero en Monterrey.

De acuerdo con el cronómetro, sabe que le hubiera correspondido la medalla de bronce, que reclamó repetidamente al tercer clasificado oficial. Este, por supuesto un yanqui, nunca se dignó a responder sus cartas.

En consecuencia, tras reclutar a cinco entusiastas para su «ejército», el gordo Comodoro, Azucena, el Milagro, Cerillo y Ubaldo, personas de capacidades especiales, parten todos juntos hacia el río Bravo con la sagrada misión de cruzarlo y llegar a El Álamo, que habrán de reconquistar a sangre y fuego.

La tricolor con el águila devorando a la serpiente los irá arropando en sus quijotescas aventuras, según se aproximan más y más a la gesta.

Original, con un estilo vivaz, articulado en forma de flashback, donde las hazañas que creen vivir los protagonistas se entrecruzan en diferentes momentos del tiempo, Toscana nos mete muy dentro de sus personajes. Consigue hacernos ver las cosas a través de sus mismos ojos, lo que provoca amplias sonrisas de complicidad hasta el inevitable final.

Un autor y un libro, en suma, a recomendar con alborozo.